Hace 40 años, Juan, un mono misionero, se convertía en el primer argentino en llegar al espacio. El 23 de diciembre de 1969, meses después de la llegada del primer hombre a la Luna, desde el Centro de Experimentación y Lanzamiento de Proyectiles Autopropulsados de Chamical, en La Rioja, la Argentina lograba colocar un mono en el espacio, utilizando tecnología a
eroespacial propia. Tal vez sin proponérselo, la Argentina fue el cuarto país en llevar con éxito un simio al espacio, detrás de las experiencias de Estados Unidos, la URSS y Francia.
La experiencia fue llevada adelante por un equipo de ingenieros, biólogos y médicos argentinos, con tecnologías desarrolladas en el país, en el marco de un proyecto bautizado Experiencia BIO II, encabezada por el Instituto Nacional de Medicina Aeronáutica y Espacial y la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales, antecesora de la actual Conae.
A bordo de un cohete sonda desarrollado en la Argentina, un Canopus II, de unos cuatro metros de largo y 50 kilogramos de carga útil, Juan fue lanzado en un vuelo suborbital más allá de la atmósfera terrestre.
Juan era un mono caí, oriundo de la provincia de Misiones, pesaba un kilo y medio y medía 45 centímetros de alto, condiciones ideales para habitar la pequeña cápsula en la que dio el paseo en el que alcanzó los 82 kilómetros de altura.
Por entonces debieron afrontarse múltiples desafíos técnicos. Por un lado, la cápsula fue el resultado de un detallado estudio de los ingenieros. El habitáculo presurizado y con temperatura estable debía permitir que el mono tripulante se oxigenara adecuadamente y un escudo térmico debía aislarlo de los 450 grados que alcanzaba el cohete en el exterior por la fricción. Incluso la butaca debía permitirle sobrellevar la fuerte aceleración durante el despegue. El mono voló sedado.
También se desarrolló un sistema telemétrico, inédito para la época, para recibir en tiempo real información acerca de su estado físico. El objetivo era observar las consecuencias del viaje fuera de la atmósfera de un animal lo más similar posible al hombre. Durante todo el viaje se monitoreó la temperatura corporal del animal, su ritmo respiratorio y se midió el comportamiento biológico ante las fuertes vibraciones a las que era sometido.
“En julio de aquel año había llegado el hombre a la Luna y había un fuerte incentivo para intentar hacer un vuelo con un animal y con tecnología desarrollada en nuestro país”, recuerda el comodoro retirado ingeniero Antonio Cueto, que fue el responsable técnico del lanzamiento y hoy dirige el Museo Universitario de Tecnología Aeroespacial en Córdoba.
La Universidad Nacional de Córdoba realizó un documental que rescata los detalles de esta epopeya olvidada. “En los latidos del corazón del mono, que oían los ingenieros durante el vuelo, resuena un mensaje para el futuro: aquél fue el primer paso argentino en su carrera al espacio”, dice el investigador Diego Ludueña, director del audiovisual, cuyo adelanto puede verse en http://www.youtube.com/watch?v=RV9fMsXW9FA
Proyectaremos el documental en Junio en la Facultad
El asunto es que en el país hubo una temprana tradición aeronáutica y espacial: ya en 1927 se construían aviones y en el período que va de 1960 a 1972 se construyeron, desarrollaron y lanzaron varias familias de cohetes sonda: Alfa Centauro, Beta Centauro, Orión, Canopus, Rigel y Castor.
La exitosa operación de llevar a Juan al espacio fue consecuencia de una serie de investigaciones y de-sarrollos técnicos previos. Por ejemplo, en abril de 1967 se embarcó a bordo de un cohete Orión –más pequeño, con 25 kilos de carga útil– a Belisario, Abelardo, Dalila y Celedonio, cuatro ratas, para realizarles estudios biológicos a una altura de 25 kilómetros. Pero corrieron suerte dispar: sólo dos sobrevivieron a la agitación de semejante vuelo. La experiencia, no obstante, sirvió para el “vuelo del mono”, que no debe confundirse con el Juicio del Mono de 1928 sobre el darwinismo, ya que de monos estamos hablando.
En 18 segundos de furia llegó a 12 kilómetros de altura y continuó luego ascendiendo por inercia hasta los 82 kilómetros de altura. Se trató de un vuelo suborbital, es decir, salió fuera de la atmósfera terrestre, pero sin llegar a entrar en la órbita. El mono tocó tierra a los quince minutos, luego de que la cápsula desplegara unas aletas que estabilizaron y frenaron su feroz descenso a 400 metros por segundo, antes de que se abrieran con éxito los paracaídas. Aterrizó a sesenta kilómetros de distancia del lugar de lanzamiento, afortunadamente sobre una salina y no en un lago o espejo de agua, lo cual le hubiera significado una muerte segura.
Juan sobrevivió a la experiencia y vivió dos años más siendo la gran atracción del zoológico de la ciudad de Córdoba.
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